lunes, 6 de diciembre de 2010

Homo Sapiens (poema)








Somos mecanismo

Somos el lugar que se sospecha
entre una acción y una reacción

Somos fluidos que fluyen
por la mera inercia del fluir

Somos mecanismo

Que sueña que tiene su propia realidad
Que se esconde en sus engranajes

Somos el sueño de un artífice
forjado por nuestro propio artificio

Somos mecanismo

Somos la creencia acérrima
de ser más de lo que somos

Somos el mecánico sistema
condenado a lo sistémico

Somos mecanismo

Y todas las noches soñamos…

…con un alma







Galería de un Grotesco Pintor III - Katty, la princesa del pantano





Katty, la princesa del pantano



















- GP -






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sábado, 4 de diciembre de 2010

Galería de un Grotesco Pintor II - Versiones en PhotoShop



Galería de un Grotesco Pintor II






La hechicera onírica






La princesa vanguardista







Madamme Grotesquini






Madamme Grotesquini II






La dama silvestre






La anfitriona universal




- GP -





Galería de un Grotesco Pintor I - Versiones en Paint





Galería de un Grotesco Pintor I








La mesera de la muerte





La ninfa del desierto






Autorretrato de un Grotesco Evocador





Fusión Guardiana-Cabaretera





La cabaretera y el gato





La guardiana de la cripta





- GP -






sábado, 27 de noviembre de 2010

El discordante (poema)





Escucho los garabatos que ella posa en mi piel
y tiemblo sordo y cada vez más sordo
imitando a la araña que quiere construir palacios
con polvo, con arena, con la garganta seca

Escucho las voces menos ciertas de la tierra
y tiemblo sordo y ya casi más que sordo
mientras relatan cómo ella construye retratos
de mí mismo, pero a partir de mis monstruos

Escucho partes de partes y ella es un todo
y tiemblo sordo y ya tan sordo que creo escucharme
en la caverna que soy, donde su voz es ley
y donde las hadas tienen alas de alambre

Escucho los garabatos que ella tan dulce y agriamente
ha tejido para mí, y hasta la araña se espanta
de lo incierto de mi fe y de lo cierto de su existencia
y tiemblo sordo y ya tan monstruosamente sordo...

que soy un vómito de oídos en ella desparramado







lunes, 15 de noviembre de 2010

Big Bang (poema)







Imagina la totalidad

Una conjunción de diversidades
que tu imaginación
jamás podría simular

Una fuerza tan ingente y abismal…
Una luz de tal infierno…
Una monstruosidad de tal magnitud y extensión…

que se resume a un solo punto…

Único…

Primigenio…

Deiforme…

Imposible…

Una solitaria y subversiva mácula
ahondando el abismo de la inexistencia

Donde se comprime
todo espacio,
todo tiempo

Donde ya nada es capaz de sostener
esta desgarradora compresión de la unidad
destinada a la destrucción…

Y el ínfimo punto explota
Y una ígnea violencia jamás vista se expande
maldiciendo a la nada

Y una infinitud de esquirlas se aleja
del punto primigenio

preguntándose…

¿es éste el final?












sábado, 13 de noviembre de 2010

El a priori antropológico de Arturo Roig (artículo)





El problema de la legitimidad
del a priori antropológico,
según el pensamiento de Arturo Roig


            Desde el momento mismo en que surge la voluntad de elaborar un discurso filosófico, debemos figurarnos a un sujeto que se posiciona frente al mundo que le rodea, con la intención de comprenderlo. Ahora bien, dado que este sujeto forma parte intrínseca de aquel mundo, en su afán de la comprensión de las cosas deberá posicionarse también frente a sí mismo. El sujeto debe comprenderse a sí mismo como condición previa de adentrarse en la comprensión de todo lo demás. Dicho con otras palabras, aquella voluntad de un determinado sujeto, la de elaborar un discurso filosófico, implica un acto de “ponerse” a sí mismo como sujeto.

            Este tema tiene su antecedente entre los griegos, en particular a partir del platonismo. En ellos es posible rastrear la necesidad de un a priori antropológico como condición del filosofar.

            Ahora bien, partiendo de esta base histórica, ¿cómo ha sido elaborado el a priori antropológico?, ¿bajo qué estructura de pensamiento se ha concebido?.

            Pues bien, para esto debemos tener en cuenta que el a priori antropológico es fundamentalmente este “ponerse”. Y entre los griegos se encuentran los antecedentes de la tendencia que condujo este “poner” a una función noética. Desde la primitiva formulación del a priori antropológico platónico se ha establecido una disociación entre el cuerpo y el espíritu, y sobre esa disociación se fundó un esquema valorativo según el cual  lo “inferior” (lo corporal, todo lo sensual) ha de quedar limitado, controlado y sometido al principio “superior” (el espíritu y su fuerza noética). Ciertamente, esta concepción platónica ha estado siempre vigente dentro de la historia del pensamiento, dentro de sus diversas reinterpretaciones. Ha sido actualizado a partir del cogito cartesiano; así como el “poner” noético ha permitido justificar el sujeto trascendental kantiano; y ha concluido en el “yo infinito” de Hegel, donde el sujeto histórico corre el riesgo permanente de disolverse en un mítico sujeto absoluto.

            Estas bases son las que han originado una ilegitimidad del a priori antropológico. El fundamento de un principio “inferior” y otro “superior” en el hombre es un planteo ontológico que es una proyección del plano social y una deshistorización. Una deshistorización del sujeto, ya que aquellas bases antropológicas, al poner al sujeto entre conceptos absolutos, lo incorporan a una universalidad donde es pensado como un singular abstracto. De esta forma, el ejercicio de la sujetividad (acto de ponernos como sujeto) no puede efectuarse legítimamente al no poder enlazar este ejercicio a un legítimo ejercicio de la conciencia histórica; ya que a la posesión de la conciencia histórica se la ha hecho consistir en una doctrina de la historicidad desde la cual estamos en el plano de lo ontológico. Así, se condena al hombre común y su vivir cotidiano a lo óntico. En otras palabras, al separarla de la empiricidad, la historicidad no será aquello que constituya al hombre desde dentro, sino sólo una estructura noética en la cual el hombre es insertado, o como dice Roig, sólo aquello en lo cual el hombre “cae”.

            Un factor congruente a esto puede apreciarse en la concepción antropológica kantiana. Pues su filosofía atiende no sólo a los límites de la razón, sino también a los modos de ser del hombre (el cual, dice Roig, es muchas veces incompatible a esos límites, tal como los plantea el kantismo). Así, Kant sostiene que es necesario evitar todo juicio trascendente de la razón pura (los objetos propios de la metafísica: Dios, alma y mundo como totalidad), pero que asimismo que hemos de elevarnos hasta conceptos que estén dados fuera del uso empírico de la razón. Su filosofía aparece como un saber normativo que tiene en cuenta no sólo la naturaleza de la razón, sino también al hombre que hace uso de esa razón. De esta manera, al establecer la posibilidad del conocimiento puro a partir de la facultad humana de los juicios sintéticos a priori (de carácter lógico formal), Kant debe fundamentar esta facultad a partir de otro y distinto a priori, de tipo antropológico: a priori que supone un sujeto puro de conocimiento. Así, en la concepción antropológica kantiana, el hombre y la facultad racional quedan suspendidos en una abstracción que los desliga y los aleja de sus inherentes historicidad y empiricidad.

            Veamos a continuación la concepción del a priori antropológico de Arturo Roig:

            “El a priori antropológico es el acto de un sujeto empírico para el cual su temporalidad no se funda, ni en el movimiento del concepto, ni en el desplazamiento lógico de una esencia a otra”. Roig denota la empiricidad propia del sujeto, con lo cual podemos apreciar que la concepción del hombre en cuanto sujeto concreto e histórico es la condición de posibilidad para comprender toda su realidad y tener acceso a su conciencia histórica, la cual implica una comprensión de la temporalidad propia del hombre. Pues, como explica Roig “Esta empiricidad es el hecho de que todo hombre se defina por la historicidad, implica la existencia de una conciencia histórica: una determinada experiencia de sí mismo sólo posible si se da primeramente una potencia o capacidad de experiencia”.

            Ciertamente, en la conciencia histórica, que en su forma originaria es una experiencia propia del hombre en cuanto tal, tiene su raíz el a priori antropológico, puesto que la naturaleza humana radica en la historicidad. La conciencia histórica supone el nacimiento de la humanidad, ya que se presenta como un cambio cualitativo de la temporalidad: es una negación de una conciencia primitiva que está sumergida en la naturaleza, y un subsiguiente acceso a una autoconciencia con la cual se ingresa en la historia. Esta conciencia histórica primigenia es la que surge, por tanto, concomitantemente con la experiencia de la sujetividad, la autoconciencia  de ponerse a sí mismo como sujeto, la experiencia del hombre de ponerse como el protagonista de su propio hacerse y gestarse. Por consiguiente, un sujeto puede captarse a sí mismo como tal mediante la captación de ciertos hechos, acciones, obras o procesos que son modos de realización propios del hombre.

            Por lo tanto, para poder arribar a la legitimidad del a priori antropológico es menester adentrarnos en un reconocimiento del hombre en cuanto tal, y este reconocimiento lo es del hacerse y del gestarse, tiene su manifestación en el acto cotidiano del trabajo; y supone un constante regreso a aquella experiencia originaria desde la que se constituye la conciencia histórica.

            Ahora bien, este reconocimiento es una función que se cumple en el ejercicio de la sujetividad, y especialmente desde una mismidad desde la cual se abre la posibilidad de acceder a la alteridad del otro. Porque la legitimidad o ilegitimidad del ejercicio de la sujetividad no deriva de una correcta o incorrecta fundamentación epistemológica, sino de la facticidad social. Precisamente, esta función de reconocimiento ha de ejercerse dentro del concepto de un “nosotros”. Pues si no queremos que el sujeto histórico corra el riesgo de disolverse en un sujeto absoluto, hemos de insertarlo en un “Nosotros”, donde ya no será un singular abstracto incorporado a una universalidad, sino un singular concreto. Este reconocimiento y esta inserción del sujeto en un “nosotros” nos hablan de una autoafirmación del hombre. Una autoafirmación que se comprende a través de la diversidad pensada siempre en función de una unidad; una autoafirmación que no pertenece a un “yo” metafísico y absoluto, sino a un “nosotros” relativo. Explica Roig que “Su diversidad (la del “nosotros” relativo) no le viene por tanto de aquella individualidad, sino de la inserción de la misma en una pluralidad, que es social e histórica, y en relación con la cual es únicamente posible el individuo mismo. Hay un yo y hay un nosotros, dados en un devenir que es el de la sociedad como ente histórico – cultural, captado desde un determinado horizonte de comprensión, desde el cual se juega toda identificación y por tanto toda autoafirmación del sujeto”.

            Partiendo de esta base, podemos ver que la legitimidad del a priori antropológico depende del ejercicio de una sujetividad que pueda justipreciar al hombre en sus cualidades empírica e histórica; en su autorrealización que se configura en su hacerse y gestarse desde su mundo social; en el mundo de las cosas y la vida cotidiana, que es el único mundo posible donde el sujeto puede reencontrarse consigo mismo. Pues si no realizamos esta autoafirmación, no tenemos posibilidad de ser sujetos de nuestro ser histórico.

            Sin embargo, esta autoafirmación necesita siempre de una autocrítica, pues ella se nos presenta como un juego de afirmación, pero a la vez puede presentarse como un juego de negación de nosotros mismos. Por lo tanto también, el a priori antropológico exige siempre el planteo de su legitimidad y de esta depende, ya que una autoafirmación inauténtica lleva en su seno su propia muerte. El ejercicio de la autocrítica puede llevarnos, entonces, a poner bajo tela de juicio la legitimidad de cualquier concepción del a priori antropológico. Y a este respecto no es en vano recordar que, como bien dice Arturo Roig, “La filosofía se caracteriza por ser un tipo de pensamiento que se cuestiona a sí mismo”.






La jerarquía de los seres en Santo Tomás (artículo)





Filosofía Medieval

La jerarquía de los seres en Santo Tomás



            Uno de los primeros autores que filosóficamente trata el tema de la jerarquía es Dionisio Areopagita. Este autor, en su obra “Sobre la jerarquía divina (o celeste)” establece el concepto de la siguiente forma: La jerarquía es, a mi entender, un orden sagrado, un saber y una actividad que se adecuan lo más posible a lo deiforme y que, de acuerdo con las iluminaciones que son don de Dios, se elevan en la medida de sus fuerzas hasta la imitación de Dios (…) La jerarquía hace que cada cual participe según su propio valor en la luz que se encuentra en la Bondad (…) El fin de la jerarquía es, en lo posible, una adecuación con Dios y unión con Dios.
En Santo Tomás, todo lo real está organizado jerárquicamente de acuerdo con el principio de subordinación de lo relativo a lo absoluto, y de lo imperfecto a lo perfecto.
            Ahora bien, mientras que en Dionisio se pone de relieve que cada grado del ser posee su propio modo de operación (es decir, que cada orden tiene su realidad propia y su propio bien), la jerarquía en Santo Tomás no es incompatible con la continuidad en cuanto que la realidad inferior de un determinado orden es continua con la realidad superior del orden que le sigue en sentido descendente.
            A propósito de esto, recordemos el principio neoplatónico, presente en el pensamiento tomista, que Dionisio había recibido de Proclo: la naturaleza inferior, según lo superior que tiene, toca lo inferior de la naturaleza superior.
           
            En la cuarta vía de demostración de la existencia de Dios, Santo Tomás centra la mirada en los grados jerárquicos de perfección que se observan en las cosas: en las perfecciones como bondad, verdad, nobleza. Ahora, lo más o menos supone siempre un término de comparación (y sabemos que los grados de comparación no se pueden ir hasta lo infinito), por lo cual ese término es lo absoluto. Por lo tanto, hay una verdad y un bien en sí mismo, que es la causa de todos los otros seres: Dios.
            En cuanto al modo de conocimiento, es necesario que lo que Dios conoce por una sola forma, los seres inferiores lo conozcan por muchas; y tantas más cuanto mayor sea la inferioridad de su entendimiento.

I- Dios:
            Según la vía de negación, concebimos a Dios como un ser inmóvil, inmutable, perfectamente en acto y absolutamente simple. Dios es acto puro, y por lo tanto contiene necesariamente en sí mismo, en forma virtual, el ser y las perfecciones de todas las criaturas.
            Dios crea a las criaturas ex nihilo (desde la nada). Es decir, que la creación supone el paso de la nada al ser (esto es, que antes de la creación de la criatura no hay ni cosas ni movimiento ni tiempo). Por lo tanto, si la creación no presupone por definición materia alguna, presupone una esencia creadora que contenga virtualmente en sí misma el ser de todas las criaturas.

            II- Ángeles:
            Criaturas incorpóreas e inmateriales (no todo lo que es creado se compone de materia y forma).
            Como el primer grado de la creación se encuentra lo más cerca posible de Dios, los ángeles tienen la más alta perfección compatible con el estado de criatura: y a la perfección la acompaña la simplicidad, por lo que es necesario concebir a los ángeles tan simples como puede serlo una criatura. Ahora bien, esta simplicidad no es total (si no, serían acto puro: serían Dios): por consiguiente, los ángeles tienen la distinción real entre su esencia y su existencia.
            Sin embargo, carecen de materia y de principio de individuación: cada uno es menos un individuo que una especie, y marcan cada uno un grado en la escala descendente.
            Las especies por las que los ángeles entienden no están tomadas de lo sensible, sino que les son connaturales: ven en el acto todo lo que se puede conocer de una cosa (no existe en ellos la relación potencia-acto, sino que hay un estado de conocimiento habitual a otro de conocimiento actual). Cuanto más elevado sea el ángel, con tantas menos especies puede entender la universalidad de lo inteligible.

            III- Hombre:
            Por su alma pertenece a la serie de seres inmateriales. Sin embargo, si bien el alma es un principio de intelección y por tanto puede conocer algún inteligible, no es Inteligencia pura porque es esencialmente unible a un cuerpo. El alma es la forma del cuerpo: su unión da origen a una verdadera sustancia y cada uno tomado por separado no está completo sin el otro.
            El alma humana está en el último grado de las criaturas inteligibles: es la perfección más alejada del intelecto divino. Por lo tanto, en cuanto que es forma de un cuerpo, el alma humana señala los confines (línea divisoria) entre el reino de las Inteligencias puras y el dominio de los cuerpos.
            El intelecto agente que posee cada alma es la facultad por la cual más nos acercamos a los ángeles. La función más alta de ésta es el conocimiento de los primeros principios, que preexisten virtualmente en nosotros, mas su debilidad radica en no poder formarlos si no es partiendo de las especies abstraídas de las cosas sensibles: el origen de nuestro conocimiento está en los sentidos. El conocer consistirá en la operación de abstracción: extraer de las cosas el elemento universal que en ellas se halla contenido.

            IV- Seres Sensibles:
            Los animales carecen de razón. Sin embargo, tienden a un fin. Porque la materia no alcanza la forma sin la moción de la causa agente, pues nada puede pasar por sí mismo de la potencia al acto. Por lo tanto, así como es propio de la naturaleza racional tender a un fin moviéndose o dirigiéndose a sí misma, lo característico de la naturaleza irracional es tender al fin como impulsada o dirigida por otro. En el caso de los animales, a un fin de algún modo conocido.
            El apetito sensitivo de los animales sigue a la aprehensión de un entendimiento, como asimismo el apetito de la naturaleza intelectiva, que se denomina voluntad. No puede haber voluntad en los seres privados de razón y entendimiento, porque no pueden aprehender lo universal; pero hay en ellos apetito natural o sensitivo, determinado a algún bien particular. Los seres irracionales nada pueden ordenar a un fin, sino que son ordenados a un fin por otro ser: Dios.

            V- Los seres que sólo existen:
            Tienden a un fin movidos por otro ser. A diferencia de los animales, tienden al fin que les es del todo desconocido, pues están privados de todo conocimiento.

            Todas las criaturas, por más diversas que sean, por más distantes que se encuentren en la jerarquía de los seres, tienen algo en común: el ser. Es necesario que las cosas tengan ser, tanto si son invisibles y espirituales o visibles y corporales.
            Todas las criaturas de Dios en algún aspecto permanecen para siempre: porque las criaturas nunca vuelven a ser nada aunque sean corruptibles. Pues las criaturas corruptibles permanecen para siempre en la materia, pero cambian en la forma sustancial. Y por su parte, las criaturas incorruptibles permanecen en la sustancia, pero cambian en algo: por ejemplo, de lugar, como los cuerpos celestes; o de afectos, como las criaturas espirituales.
            Sin embargo, en la jerarquía de los seres, cuanto más se acercan las criaturas a Dios, que es inmutable, tanto más inmutables son.


jueves, 11 de noviembre de 2010

El animal (poema)


Era una noche solitaria
en la que ya no quedaba nada

Y sin embargo, extrañamente,
algo me molestaba

(en un lugar insospechado
más allá de la nada)

Y de pronto, lo entendí

(pero en un lugar insospechado
que está
más allá del entendimiento)

Y bien dispuesto
a resolver el problema…

Bebí
Comí
Oriné
Defequé

Y luego, me masturbé…

Y entonces al fin pude,
ya muerto el animal,
dormir plácidamente





viernes, 29 de octubre de 2010

El terror de lo visible (cuento)





El terror de lo visible

Preludio del Malkavian Matheuw Dickinson


    Siempre le he temido a la luz. Es allí, durante el día, cuando el sol destruye todo posible subterfugio y hasta el más profundo rescoldo cae en su fatídica gracia, es allí donde nos vemos expuestos, donde todo aquello que nos hace frágiles ante el mundo se desnuda ante los ojos ajenos. Por las noches, en cambio, la oscuridad resguarda nuestras desgracias. Claro está, sin embargo, que existen esos otros que no albergan fragilidades que teman develar. Para ellos, la luz es entorno natural. Para el resto, nos quedan dispensados exiguos remansos de sombra. Es entonces cuando la luz se ostenta siniestra, ante la impotencia y la flaqueza de la sombra.
            Aún no había alcanzado mis años de pubertad, cuando vislumbré quién sería para mí la encarnación viva de la luz, desde la primera vez, desde la primera visión que tuve de Amanda. Visión es un vocablo adecuado; porque ya entonces pude barruntar cuánta humillación vertería ella sobre el resto de mi niñez. Aún hoy puedo sentirlo. Hoy, que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día.
            Mi madre había sido contratada como ama de llaves por el señor Rodenshaw, y estaría yo encargado del cuidado de sus jardines, ya que a pesar de mi juventud contaba yo con bastante experiencia en la jardinería, como legado de las enseñanzas de mi difunto padre. Las plantas eran los únicos seres que me hacían sentir que mi presencia no era recelada, y con su muda forma de agradecimiento, la compañía de ellas había sido mi placebo durante mucho tiempo. 
En decoro a la respetabilidad que gozaba la familia Rodenshaw, el día de nuestro arribo a su mansión me había ataviado mamá con un costoso smoking hecho por encargo a mi justa medida, a lo cual había agregado yo una poco creíble peluca que ocultara mi irremediable calvicie, la cual, debo admitir, me acomplejaba. Fue en el preciso instante en que lord Rodenshaw cruzaba el pórtico para recibirnos, que sentí una fría desnudez en mi cabeza. Unas estridentes carcajadas emergieron desde las ventanas superiores de la casa, y al levantar la vista, descubrí mi peluca flotando en el aire, sujetada a una caña de pescar. Con un pudor incontenible, y un sudor desgarrante en la piel, seguí con la vista el hilo de la caña, para que mi visión prorrumpiese en ella, la enaltecida y única hija de los Rodenshaw, riendo descontrolada y mofándose de mi fealdad junto a otra damisela de su misma calaña. Lord Rodenshaw trató de disimular una leve sonrisa, y nos invitó a entrar... a ingresar por los portales de mi infierno.
            Hoy, que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día, sigo llamando infierno a aquella mansión cada vez que cruzo por allí.
            En el paso de los años, las burlas y las exhibiciones de desprecio por parte de Amanda eran agua corriente en mi diaria rutina. Debo haber sido un muchacho demasiado ingenuo en aquel tiempo, ya que la forma en que caía en sus tretas resultaría risible en los tiempos modernos; tal como en aquella ocasión en que la vi acercándose a mí casi tiernamente, mientras yo cosechaba verduras en la huerta de los jardines.
            - Sé que a veces soy un poco... desconsiderada contigo, Matheuw; pero, ah, la verdad es a veces algo extraña. Casi no podrías creer lo que siento por ti – expresó mientras, casi dulcemente, como he dicho, y tan creíblemente como mi inocencia podía creer, comenzaba a desabrocharse los botones de su largo vestido, con toda la sensualidad que puede llegar a manifestar una doncella de quince años.
            Mientras acortaba los escasos pasos que me separaban de ella, escuché un crujiente sonido desde los árboles, por encima de mí. No alcancé a alzar los ojos, cuando raudamente Amanda se acercó hasta el árbol y tiró de una soga. En cuestión de milésimas de segundo sentí mi cuerpo envuelto en un cargamento considerable de fresco estiércol, caído desde aquel punto de los extraños crujidos de ramas. Me volví para mirarla, y casi dulcemente, podría decir, abrochó su vestido y se retiró, canturreando entre las flores. En ocasiones la verdad no es más que lo que ves, y aquello que ves te conduce inexorablemente al terror y al anhelo de seguir esclavizado por el terror.   
Progresivamente, un odio inenarrable hacia el mundo se acunaba en mi pecho. Pero también el deseo. El deseo de dar vuelta los matices del universo, y levantar una oscura revolución que destronase el poder de los seres etéreos que moran la Tierra con sus pompas de luminosidad. El deseo de poseerla, al fin de cuentas.
Creo que pensamientos de esa índole abrumaban mi mente cuando aquella tarde, mientras regaba los jardines, la descubrí detrás de un limonero cortando rosas. No pareció incomodarse cuando me le acerqué, y la deliciosa aspiración de su aroma me nubló los sentidos.
            - Realmente has mantenido una fertilidad incuestionable en el jardín, pequeño Matheuw. Lástima que no pueda decirse lo mismo de tu cabeza... ni de tu hombría – vociferó, aun dándome la espalda.
            Ante el grito ahogado que trató de emitir, tapé su boca, y bajo su ahora desgarrado vestido, entregarme a una frenética caricia de su senos me brindaba el gozo de apreciar todo su poder destrozado entre mis manos y mi deseo. La sujeté contra el suelo, y mientras me desabrochaba el cinturón, dispuesto a sacar a relucir mi supuesta falta de hombría, un golpe seco me derribó sobre los rosales. Obnubilado, traté de levantar la vista, y otra enérgica patada de la fornida pierna de lord Rodenshaw terminó por desmayarme.
            Horas más tarde, en el altillo de la mansión, los azotes en mi espalda durarían más de dos horas.
            Sin embargo, no era Rodenshaw un hombre tan riguroso como podría entenderse. Tras prolongadas súplicas de mi madre, aceptó no entregarme a las autoridades y poder continuar con el desempeño de mis tareas en su jardín, con la previa condición de que ocupara mis horas libres en tareas que purgaran mi alma y extirparan mis negros pensamientos. Desde aquel día fui entonces encomendado al padre Guillian, para convertirme en otro monaguillo de la iglesia del pueblo. Los caudales de mi odio se encontraron entonces con el Señor omnisciente de los seres de la luz, y en cierta forma, el estar infiltrado en su rebaño como lobo entre corderos, me extasiaba con irracionales anhelos de venganza. Hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquellos días, sigo preguntándome si Él existe, esperando el momento de ser, al descubrirlo, la semilla maldita entre Sus filas.
            Como era de esperar, la actitud de Amanda para conmigo se transformó en algo más cercano al miedo que al desprecio. Pero muy en lo profundo, ¿no es acaso el miedo una forma frágil e inmadura del odio?.
            Comprensiblemente, a pesar de seguir trabajando para la familia Rodenshaw junto a mi madre, no dormía ya en la mansión. El padre Guillian, por expreso encargo de lord Rodenshaw, me había arreglado un cuarto en las edificaciones traseras del templo. Ante mi desconcierto, súbitamente entró ella una noche a mi habitación.
            - No creas que aún te guardo rencor. Si alguna vez te hice sentir avergonzado, ¿podrías perdonarme? – manifestó prontamente, y yo asentí sin dudarlo. Antes hablé de la ingenuidad y la inocencia que me caracterizaban en aquellos años, y he de decir que son palabras totalmente adecuadas.
            - Por cierto... quería pedirte un favor. Estaba haciendo volar mi cometa y quedó atrancada en el techo de la iglesia, ¿podrías sacarla por mí?.
            Nuevamente acepté sin dudarlo. Me dirigí a una ventana del altillo de la iglesia que daba a los techos. Quité el cerrojo y caminé trepidando por las tejas. Por más que busqué, no encontré la supuesta cometa. Resignado, me disponía a regresar, pero al intentar abrir la ventana era notorio que habían vuelto a cerrar el cerrojo desde adentro. Por el vidrio de la ventana, Amanda me dedicó una triunfante sonrisa antes de retirarse.
            Los cuarenta y cinco minutos que pasé llorando en la considerable altura del templo sembraron en mí una terrorífica fobia que aún padezco hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día. Y evidentemente el designio de Amanda no había terminado allí. Los hombres que acudieron en mi rescate pertenecían al neurosiquiátrico Carrigan.

            Durante los diecisiete años que pasé internado en Carrigan no tuve casi contacto con el mundo ni con los internos, ni deseé tenerlo. Noche y día mis ojos estaban ausentes, aún durante las semanales visitas de mamá, buscando mirar más allá de la luz que vemos al final del camino, tratando de dar vida y fuego a la muerte que anidaba en mis venas y bramaba en sollozos de furia y espanto. Clamaba en silencio por la rebelión de todos aquellos que pisamos el mismo suelo que pisan esos otros que dicen vivir en un tiempo que llaman vida, sin reparar en los que, como yo, vivimos alimentando la muerte que nos llama desde nuestras venas. Llegué a pensar que nada cambiaría, que nunca encontraría las respuestas a mis visiones.
Hasta la noche en que El cazador de visiones se presentó ante mí.
           Al menos ese fue el nombre que se adjudicó. Atónito y sin comprender en qué momento había entrado a mi cuarto aquel hombre de espesa barba, lo incité a que me explicase el porqué de su presencia allí.
- Antes que nada, quiero saber quién eres – replicó.
- Un demente, supongo. Soy un interno de aquí, si no te has dado cuenta.– referí a su vez.
- Nada de eso. El mundo llama demente a todo aquel que sabe mirar más allá del mundo; porque todo lo incomprensible es temido y mofado. Sé lo que ves, y dónde lo ves. Puedo ayudarte, si aceptas ser lo que yo soy (con lo cual te aseguro que serías por fin tú mismo en cuerpo y alma), a por fin brindar vida a la muerte que late en tus venas. Y no solo eso; con mis enseñanzas aprenderás a lograr que los demás tengan la deliciosa experiencia de tus visiones. ¿Qué me dices?.
            La oferta era verdaderamente exquisita. Acepté sin dudarlo, y esta vez no estaba yo motivado por ingenuidad o inocencia.
Sin embargo, lo que luego aconteció me hundió en la perplejidad. Como una suerte de ritual, El Cazador se inclinó sobre mí y, lastimando mi cuello con sus dientes, bebió insaciablemente de mi sangre. Me sentí lejos del suelo y de la oscuridad que abrazaba la habitación, y mi alma escapaba y se hundía en la nada. Pero luego me sentí volver, sobre una excelsa y eterna resurrección de mi carne.
- ¿Es esto lo que verdaderamente soy?. Un... un...- preguntaba al Cazador, minutos después de haberme éste hecho escapar de Carrigan, mientras caminábamos por la zona boscosa que bordea la parte trasera del edificio, y apreciaba confundido cómo los arbustos y las flores se marchitaban a mi paso, como si ahora me negasen su compañía, la única que siempre había tenido, y como si renegaran con su amarillenta muerte lo que yo era ahora, abandonándome.
- ¿Un chupasangre?- me refirió- Muchacho, eres mucho más que eso. La visión es tu verdadero alimento, y eres ahora la destrucción de tu miedo más profundo.

Amanda no tuvo ímpetu ni para gritar cuando irrumpí en su alcoba. Reparé en que los encantos de su juventud no habían menguado demasiado, y el placer de sentir el aroma de sus rizos dorados me fascinaba de una forma mucho menos encarnizada que antes, pero más sublime. Desgarré frenéticamente su pijama, y desde la erizada piel de sus senos comencé a beberle, con un paroxismo de éxtasis que jamás he vuelto a sentir, el líquido vital de su belleza. Y en cada minuto la gloria de mi placer se extendía como los ojos que observan el universo, al tiempo que el poder de la bella damisela se deshacía entre mis labios.
La silla que, con un fuerte retumbe, se resquebrajó en mi espalda casi no me produjo dolor. No tuve otra alternativa que detener la gula de mi gloria, empero.
- Lord Rodenshaw... honorable, misericordioso y luminoso como el fuego de las hogueras de la Inquisición- lo saludé, al tiempo que giraba mi cuerpo hacia él.
- Mierda, no debí haber sido tan condescendiente contigo en aquel tiempo- maldijo, mientras apuntaba a mi pecho con una escopeta de cacería.
El impacto de dos proyectiles me hizo trastabillar, pero no alcanzó a tirarme al piso. Me sostuve contra la pared, y luego lentamente me acerqué a Rodenshaw, mientras su rostro anonadado llegaba a una deliciosa mueca de terror, y posé mis ojos en los suyos, viendo, viendo más allá de todo cuanto nos rodeaba, haciendo de mis ojos más que ojos: umbrales infinitos hacia aquello que el mundo, cegado en su luz, no puede ver. Y también brindando a lord Rodenshaw la capacidad de ver, ofrendándole mi visión para así purgar su alma y extirpar sus negros pensamientos, y logrando que la furia y la muerte que hervían en mi sangre, fuesen también sangre de su sangre.
            - Ah, la verdad es a veces algo extraña- musité, y sigilosa pero plácidamente, me hice a un costado, y contemplé satisfecho cómo Rodenshaw vaciaba el resto de la carga de su escopeta en el deífico cuerpo de su propia hija, que se agitaba en un baño candente de lágrimas y sangre.
Gritando enardecido y furioso, una vez vacío el cargador, destrozó con las manos la piel y la cabellera de la ya difunta muchacha. Al recordar aquello, hoy caigo sobre la suposición de que no todos están preparados para recibir la gracia de la Visión.
            El hecho de que Rodenshaw fuese destinado a la misma habitación que ocupara yo durante mis días en el neurosiquiátrico Carrigan, evidenciaba que al fin los matices del universo habían girado su contraste.

            En este templo benedictino que hoy es mi morada, y entre las páginas de la santísima Biblia, guardo estos escritos que revelan los secretos de mi sangre y me desnudan ante el reino de los lumínicos mortales, con el único designio de que el benigno Creador recuerde, con su infinita misericordia, a este pastor que deambula entre su rebaño, ofrendando al mundo la verdadera gracia, la gracia de la Visión.  
            Cerrando las hojas de la nueva era, evoco el cántico sagrado que acuna mis horas. Siempre le he temido a la luz. Aun hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son aquello que siempre debieron ser, aún hoy le temo. Sin embargo ahora sé... que puedo destruirla.
Amén.

Padre Matheuw Dickinson,
monje de la Santa Orden Benedictina




Mago de Oz - La posada de los muertos

jueves, 28 de octubre de 2010

El rostro del Nosferatu (cuento)





El rostro del Nosferatu

Al descender del tren, traspuse las primeras calles del pueblo, y me dirigí casi convulsivamente hacia la vieja licorería cercana a los cultivos. Había intentado durante el viaje no persuadirme de tal cosa tan pronto; pero ya la pronta y tortuosa cercanía de Ariadna me confería la inexorable necesidad de algún relajante a mano.
            Era el tercer verano, desde que había conseguido empleo en un pequeño diario parisino, y volvía a vacacionar en el seno familiar. Infringido por una extraña sensación premonitoria, no podía dejar de pensar que esta vez mi tensión sería intolerable. Ya con veintisiete años debía haberme acostumbrado al sempiterno suplicio que ella representaba. Pero mi enfermiza obsesión, si es que de eso se trataba, acrecentaba cada año.
             Ariadna era la hija menor de la taciturna familia Zapala, en la cual mi padre había sostenido una amistad llena de excentricidades más que de agradables fraternidades. Nunca pude comprender la oscura forma de vida de los Zapala, tan abstraídos en costumbres poco edificantes como la vida nocturna y el lujo superfluo. Precisamente ella me resultaba por momentos algo repugnante, pero sólo eran instantes fugaces, que estallaban en un espanto eterno para volver a dar paso a su penetrante altanería, a su belleza siniestra. Fue en vano meditar sobre esta dualidad. En una de aquellas ocasiones en que la espiaba a escondidas, la había descubierto en el sótano del palacete, besando encarnizadamente en el cuello a un hombre recostado sobre una repisa, y luego mirarme osada y procaz, con enrojecidos y eróticos labios; sin embargo, aun atosigado por mi ferviente moralismo, no podía dejar de concebirla como a una virgen inmaculada. Solo podía concluir en pensar que la verdadera belleza alberga algo de oscuro.
             Sin muchos aspavientos, arribé a casa y no tardé en recostarme reaciamente sobre el sofá.
            - Anoche le comenté a don Zapala que hoy llegabas de Francia; nos esperan esta noche para cenar.
            No pude disimular un leve sobresalto, que no pareció inmutar demasiado a mi padre.
            - ¿A qué hora?
            - A las nueve, como siempre.
            - Adelántense ustedes. Voy a llegar un poco más tarde.

            No era la primera vez que me sentaba en algún rincón de los márgenes del bosquecillo, por refrenar mis impulsos descarriados antes de aquellas interminables cenas. En lontananza podía avistar la reminiscencia de los candelabros del alejado palacete de los Zapala, y, a unos quince metros, distinguía entre sombras el matadero abandonado. Tan dantesco panorama no hacía más que abrumarme, y sólo el caliente licor me reconfortaba. Trastabillé los primeros metros, luego logré serenarme y emprendí camino.
            Esta vez no me sorprendí cuando divisé aquella fornida figura entre las sombras del matadero. Nunca había tenido valor para hacer caso a mi veleidosa curiosidad, y en vano trataba de convencerme de que se trataba de un simple vagabundo, ante la sensación irrefutable que me provocaba aquella brillante mirada. Algo tenía aquel brillo de similar a los ojos de Ariadna, pero a diferencia de estos, aquellos solo me provocaban un terror carente de seducción.

            Seducción. Seducción. Mientras la contemplaba beber vino en aquella ostentosa copa bañada en oro, repetía internamente aquella palabra, como quien contempla con furia y regocijo la fuente de sus odios. Porque yo era la presa idónea de su perfecta seducción. Nada más quería ella de mí, sólo hacer gala de su poder.
            - No sé si consentirás conmigo, madre, pero es evidente que Esteban está más apuesto cada año.
            Exacto. Eso era. Conforme a la dignidad de los Zapala, Ariadna era una fervorosa amante de la belleza. Sin embargo, a pesar de tener yo el honor de ser considerado bello por tan encumbrada auriga de la belleza, era un hombre minúsculo indigno de su amor. Un hombre sin carácter. Un insignificante columnista de un aún más insignificante periódico. "Tus escritos expresan hermosas lecciones de moral, tan necesarias en nuestros días, hijo", me repetía siempre religiosamente en la oficina el jefe de redacción, "algún día llegarás a ser alguien grande". Halagos como aquél me reconfortaba recordar en noches de insomnio, mas ahora todo perdía sentido y destilaba estupidez. La real grandeza estaba ahora frente a mí, revelando la inmensidad de mi minúscula existencia.
            - Hija, vas a lograr que nuestro huésped se sonroje.
            - No lo creo así, ya le he confesado que me conmueve su belleza.
            Aún remitiéndome a aquel día en que, confesándole un amor para mí doloroso, soporté su estrepitosa risa de rechazo, no podía tildar de crueles sus palabras. Ahora comprendía. Ella era la dueña de la belleza. Yo era bello, ella lo repetía incansablemente. Por lo tanto ella debía poseerme hasta el fin de los tiempos. Pero yo... tener algún poder sobre ella... eso nunca. Arrodillado frente a la divinidad, comprendía mi destino, pero en el hondísimo fondo de todo esclavo se estremece una chispa de libertad.
            - Tiene unos cándidos ojos, y una hermosamente delineada sonrisa. ¿No, mamá?
            Cada halago a mi hermoso rostro era una venenosa daga, y ella lo sabía. Cuanto ella más exaltaba mi belleza, tanto más era yo su esclavo. Pero la tormenta que se agitaba en mis profundidades clamaba ostentar su furia. ¡Porque este rostro, este rostro que todos veían mientras ella continuaba describiéndolo con todo tipo de minucias, este rostro era solo una mentira; mi verdadero rostro estaba oculto, infernalmente oculto y deseoso de mostrar su grandiosa cólera!

            Terminada la cena, los Zapala tenían la extraña costumbre de retirarse unos minutos (curiosamente siempre reparé en que todos se dirigían en dirección a los baños), en tanto los aguardábamos en la sala principal del palacete. Me encontraba entretenido en la apreciación de antiguas espadas que acicalaban el muro de los portales, único lujo que consideraba de buen gusto, cuando divisé una silueta que se movía en el fondo de la sala, el cual no alcanzaba a iluminarse plenamente por los candelabros. No quise creerlo al principio, pero luego tuve que aceptarlo. Eran aquellos brillantes ojos movidos por una sombría silueta. Era la misma que en muchas ocasiones había visto en las cercanías del matadero abandonado. Esta vez me hizo sentir más apabullado que aterrado, en vano queriéndome convencer que sólo se tratase de un ladrón temeroso.
            Segundos después de ver la silueta escabullirse por la ventana, retornaron los Zapala a la sala. Fue entonces, fue entonces cuando estallé. El momento quizás parecía intrascendente, mas por alguna razón tenía sentido que fuese ahora, aunque mis palabras fuesen opacas.
            - Discúlpenme ustedes, debo retirarme.
            No me incomodó la notable perplejidad de mi padre, como sí la altiva sonrisa que Ariadna me dedicó, segura de su poder, despreocupada de los anhelos de libertad del esclavo.

            Corrí frenético y descarriado hasta las orillas del lago. Atisbé mi rostro en las aguas, como mil veces lo he hecho, en forma contraria a la de Narciso, odiando mi reflejo.
            - ¡Ah!- grité de pronto- sólo soy un adorno más en su repisa. Si yo gozase de una grotesca fealdad, me libraría de este funesto deseo, ¡sería libre!. ¡Sí, sí!- grazné eufórico, abrumado por las lágrimas, como poseído por una repentina revelación- ¡Si yo fuese un hombre de grotesca fealdad, este infierno acabaría, caería el adorno de la repisa y se resquebrajaría en mil pedazos!.
            - Admiro tus palabras, amigo.
            La estentórea y a la vez rasgada voz parecía haberse manifestado desde las sombras. Asimismo, desde un umbroso claro entre los árboles, entreví un hombre robusto envuelto en harapos de pies a cabeza. Y aquellos brillantes ojos me atisbaban una vez más.
            - Te he estado observando durante mucho tiempo, amigo.
            - Pero, ¿cómo?. ¿Cómo es que nunca te he descubierto?
            - Me he movido entre las sombras, muy cerca de ti. Tú también podrás hacerlo, si realmente deseas tanto la libertad.
            Aún sentía un terror desmesurado ante aquella lúgubre figura, pero aquella voz parecía estar embargada de una candidez inapelable.
            - Acércate a mí, y las sombras apaciguarán por siempre el fuego que te consume.
            El instante de duda se resumió a breves segundos. Me acerqué, y luego todo fue oscuridad.

            No recuerdo cuántos días pasaron hasta que desperté cobijado bajo los mismos árboles, bañado por una luna grisácea. Algo aturdido, y también sediento, aunque de una forma extraña, similar a un deseo mórbido, me arrastré hasta las aguas del lago, y luego caí de rodillas, estupefacto. Inconcebiblemente, mi rostro se había transformado en algo monstruosamente grotesco. Verrugosa piel colmaba su superficie, brillantes colmillos emergían surcando mis labios.
            Permanecí varias horas con los ojos arrobados en las aguas del lago, contemplando por vez primera mi verdadero rostro.