viernes, 29 de octubre de 2010

El terror de lo visible (cuento)





El terror de lo visible

Preludio del Malkavian Matheuw Dickinson


    Siempre le he temido a la luz. Es allí, durante el día, cuando el sol destruye todo posible subterfugio y hasta el más profundo rescoldo cae en su fatídica gracia, es allí donde nos vemos expuestos, donde todo aquello que nos hace frágiles ante el mundo se desnuda ante los ojos ajenos. Por las noches, en cambio, la oscuridad resguarda nuestras desgracias. Claro está, sin embargo, que existen esos otros que no albergan fragilidades que teman develar. Para ellos, la luz es entorno natural. Para el resto, nos quedan dispensados exiguos remansos de sombra. Es entonces cuando la luz se ostenta siniestra, ante la impotencia y la flaqueza de la sombra.
            Aún no había alcanzado mis años de pubertad, cuando vislumbré quién sería para mí la encarnación viva de la luz, desde la primera vez, desde la primera visión que tuve de Amanda. Visión es un vocablo adecuado; porque ya entonces pude barruntar cuánta humillación vertería ella sobre el resto de mi niñez. Aún hoy puedo sentirlo. Hoy, que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día.
            Mi madre había sido contratada como ama de llaves por el señor Rodenshaw, y estaría yo encargado del cuidado de sus jardines, ya que a pesar de mi juventud contaba yo con bastante experiencia en la jardinería, como legado de las enseñanzas de mi difunto padre. Las plantas eran los únicos seres que me hacían sentir que mi presencia no era recelada, y con su muda forma de agradecimiento, la compañía de ellas había sido mi placebo durante mucho tiempo. 
En decoro a la respetabilidad que gozaba la familia Rodenshaw, el día de nuestro arribo a su mansión me había ataviado mamá con un costoso smoking hecho por encargo a mi justa medida, a lo cual había agregado yo una poco creíble peluca que ocultara mi irremediable calvicie, la cual, debo admitir, me acomplejaba. Fue en el preciso instante en que lord Rodenshaw cruzaba el pórtico para recibirnos, que sentí una fría desnudez en mi cabeza. Unas estridentes carcajadas emergieron desde las ventanas superiores de la casa, y al levantar la vista, descubrí mi peluca flotando en el aire, sujetada a una caña de pescar. Con un pudor incontenible, y un sudor desgarrante en la piel, seguí con la vista el hilo de la caña, para que mi visión prorrumpiese en ella, la enaltecida y única hija de los Rodenshaw, riendo descontrolada y mofándose de mi fealdad junto a otra damisela de su misma calaña. Lord Rodenshaw trató de disimular una leve sonrisa, y nos invitó a entrar... a ingresar por los portales de mi infierno.
            Hoy, que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día, sigo llamando infierno a aquella mansión cada vez que cruzo por allí.
            En el paso de los años, las burlas y las exhibiciones de desprecio por parte de Amanda eran agua corriente en mi diaria rutina. Debo haber sido un muchacho demasiado ingenuo en aquel tiempo, ya que la forma en que caía en sus tretas resultaría risible en los tiempos modernos; tal como en aquella ocasión en que la vi acercándose a mí casi tiernamente, mientras yo cosechaba verduras en la huerta de los jardines.
            - Sé que a veces soy un poco... desconsiderada contigo, Matheuw; pero, ah, la verdad es a veces algo extraña. Casi no podrías creer lo que siento por ti – expresó mientras, casi dulcemente, como he dicho, y tan creíblemente como mi inocencia podía creer, comenzaba a desabrocharse los botones de su largo vestido, con toda la sensualidad que puede llegar a manifestar una doncella de quince años.
            Mientras acortaba los escasos pasos que me separaban de ella, escuché un crujiente sonido desde los árboles, por encima de mí. No alcancé a alzar los ojos, cuando raudamente Amanda se acercó hasta el árbol y tiró de una soga. En cuestión de milésimas de segundo sentí mi cuerpo envuelto en un cargamento considerable de fresco estiércol, caído desde aquel punto de los extraños crujidos de ramas. Me volví para mirarla, y casi dulcemente, podría decir, abrochó su vestido y se retiró, canturreando entre las flores. En ocasiones la verdad no es más que lo que ves, y aquello que ves te conduce inexorablemente al terror y al anhelo de seguir esclavizado por el terror.   
Progresivamente, un odio inenarrable hacia el mundo se acunaba en mi pecho. Pero también el deseo. El deseo de dar vuelta los matices del universo, y levantar una oscura revolución que destronase el poder de los seres etéreos que moran la Tierra con sus pompas de luminosidad. El deseo de poseerla, al fin de cuentas.
Creo que pensamientos de esa índole abrumaban mi mente cuando aquella tarde, mientras regaba los jardines, la descubrí detrás de un limonero cortando rosas. No pareció incomodarse cuando me le acerqué, y la deliciosa aspiración de su aroma me nubló los sentidos.
            - Realmente has mantenido una fertilidad incuestionable en el jardín, pequeño Matheuw. Lástima que no pueda decirse lo mismo de tu cabeza... ni de tu hombría – vociferó, aun dándome la espalda.
            Ante el grito ahogado que trató de emitir, tapé su boca, y bajo su ahora desgarrado vestido, entregarme a una frenética caricia de su senos me brindaba el gozo de apreciar todo su poder destrozado entre mis manos y mi deseo. La sujeté contra el suelo, y mientras me desabrochaba el cinturón, dispuesto a sacar a relucir mi supuesta falta de hombría, un golpe seco me derribó sobre los rosales. Obnubilado, traté de levantar la vista, y otra enérgica patada de la fornida pierna de lord Rodenshaw terminó por desmayarme.
            Horas más tarde, en el altillo de la mansión, los azotes en mi espalda durarían más de dos horas.
            Sin embargo, no era Rodenshaw un hombre tan riguroso como podría entenderse. Tras prolongadas súplicas de mi madre, aceptó no entregarme a las autoridades y poder continuar con el desempeño de mis tareas en su jardín, con la previa condición de que ocupara mis horas libres en tareas que purgaran mi alma y extirparan mis negros pensamientos. Desde aquel día fui entonces encomendado al padre Guillian, para convertirme en otro monaguillo de la iglesia del pueblo. Los caudales de mi odio se encontraron entonces con el Señor omnisciente de los seres de la luz, y en cierta forma, el estar infiltrado en su rebaño como lobo entre corderos, me extasiaba con irracionales anhelos de venganza. Hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquellos días, sigo preguntándome si Él existe, esperando el momento de ser, al descubrirlo, la semilla maldita entre Sus filas.
            Como era de esperar, la actitud de Amanda para conmigo se transformó en algo más cercano al miedo que al desprecio. Pero muy en lo profundo, ¿no es acaso el miedo una forma frágil e inmadura del odio?.
            Comprensiblemente, a pesar de seguir trabajando para la familia Rodenshaw junto a mi madre, no dormía ya en la mansión. El padre Guillian, por expreso encargo de lord Rodenshaw, me había arreglado un cuarto en las edificaciones traseras del templo. Ante mi desconcierto, súbitamente entró ella una noche a mi habitación.
            - No creas que aún te guardo rencor. Si alguna vez te hice sentir avergonzado, ¿podrías perdonarme? – manifestó prontamente, y yo asentí sin dudarlo. Antes hablé de la ingenuidad y la inocencia que me caracterizaban en aquellos años, y he de decir que son palabras totalmente adecuadas.
            - Por cierto... quería pedirte un favor. Estaba haciendo volar mi cometa y quedó atrancada en el techo de la iglesia, ¿podrías sacarla por mí?.
            Nuevamente acepté sin dudarlo. Me dirigí a una ventana del altillo de la iglesia que daba a los techos. Quité el cerrojo y caminé trepidando por las tejas. Por más que busqué, no encontré la supuesta cometa. Resignado, me disponía a regresar, pero al intentar abrir la ventana era notorio que habían vuelto a cerrar el cerrojo desde adentro. Por el vidrio de la ventana, Amanda me dedicó una triunfante sonrisa antes de retirarse.
            Los cuarenta y cinco minutos que pasé llorando en la considerable altura del templo sembraron en mí una terrorífica fobia que aún padezco hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son solo vestigios de aquel día. Y evidentemente el designio de Amanda no había terminado allí. Los hombres que acudieron en mi rescate pertenecían al neurosiquiátrico Carrigan.

            Durante los diecisiete años que pasé internado en Carrigan no tuve casi contacto con el mundo ni con los internos, ni deseé tenerlo. Noche y día mis ojos estaban ausentes, aún durante las semanales visitas de mamá, buscando mirar más allá de la luz que vemos al final del camino, tratando de dar vida y fuego a la muerte que anidaba en mis venas y bramaba en sollozos de furia y espanto. Clamaba en silencio por la rebelión de todos aquellos que pisamos el mismo suelo que pisan esos otros que dicen vivir en un tiempo que llaman vida, sin reparar en los que, como yo, vivimos alimentando la muerte que nos llama desde nuestras venas. Llegué a pensar que nada cambiaría, que nunca encontraría las respuestas a mis visiones.
Hasta la noche en que El cazador de visiones se presentó ante mí.
           Al menos ese fue el nombre que se adjudicó. Atónito y sin comprender en qué momento había entrado a mi cuarto aquel hombre de espesa barba, lo incité a que me explicase el porqué de su presencia allí.
- Antes que nada, quiero saber quién eres – replicó.
- Un demente, supongo. Soy un interno de aquí, si no te has dado cuenta.– referí a su vez.
- Nada de eso. El mundo llama demente a todo aquel que sabe mirar más allá del mundo; porque todo lo incomprensible es temido y mofado. Sé lo que ves, y dónde lo ves. Puedo ayudarte, si aceptas ser lo que yo soy (con lo cual te aseguro que serías por fin tú mismo en cuerpo y alma), a por fin brindar vida a la muerte que late en tus venas. Y no solo eso; con mis enseñanzas aprenderás a lograr que los demás tengan la deliciosa experiencia de tus visiones. ¿Qué me dices?.
            La oferta era verdaderamente exquisita. Acepté sin dudarlo, y esta vez no estaba yo motivado por ingenuidad o inocencia.
Sin embargo, lo que luego aconteció me hundió en la perplejidad. Como una suerte de ritual, El Cazador se inclinó sobre mí y, lastimando mi cuello con sus dientes, bebió insaciablemente de mi sangre. Me sentí lejos del suelo y de la oscuridad que abrazaba la habitación, y mi alma escapaba y se hundía en la nada. Pero luego me sentí volver, sobre una excelsa y eterna resurrección de mi carne.
- ¿Es esto lo que verdaderamente soy?. Un... un...- preguntaba al Cazador, minutos después de haberme éste hecho escapar de Carrigan, mientras caminábamos por la zona boscosa que bordea la parte trasera del edificio, y apreciaba confundido cómo los arbustos y las flores se marchitaban a mi paso, como si ahora me negasen su compañía, la única que siempre había tenido, y como si renegaran con su amarillenta muerte lo que yo era ahora, abandonándome.
- ¿Un chupasangre?- me refirió- Muchacho, eres mucho más que eso. La visión es tu verdadero alimento, y eres ahora la destrucción de tu miedo más profundo.

Amanda no tuvo ímpetu ni para gritar cuando irrumpí en su alcoba. Reparé en que los encantos de su juventud no habían menguado demasiado, y el placer de sentir el aroma de sus rizos dorados me fascinaba de una forma mucho menos encarnizada que antes, pero más sublime. Desgarré frenéticamente su pijama, y desde la erizada piel de sus senos comencé a beberle, con un paroxismo de éxtasis que jamás he vuelto a sentir, el líquido vital de su belleza. Y en cada minuto la gloria de mi placer se extendía como los ojos que observan el universo, al tiempo que el poder de la bella damisela se deshacía entre mis labios.
La silla que, con un fuerte retumbe, se resquebrajó en mi espalda casi no me produjo dolor. No tuve otra alternativa que detener la gula de mi gloria, empero.
- Lord Rodenshaw... honorable, misericordioso y luminoso como el fuego de las hogueras de la Inquisición- lo saludé, al tiempo que giraba mi cuerpo hacia él.
- Mierda, no debí haber sido tan condescendiente contigo en aquel tiempo- maldijo, mientras apuntaba a mi pecho con una escopeta de cacería.
El impacto de dos proyectiles me hizo trastabillar, pero no alcanzó a tirarme al piso. Me sostuve contra la pared, y luego lentamente me acerqué a Rodenshaw, mientras su rostro anonadado llegaba a una deliciosa mueca de terror, y posé mis ojos en los suyos, viendo, viendo más allá de todo cuanto nos rodeaba, haciendo de mis ojos más que ojos: umbrales infinitos hacia aquello que el mundo, cegado en su luz, no puede ver. Y también brindando a lord Rodenshaw la capacidad de ver, ofrendándole mi visión para así purgar su alma y extirpar sus negros pensamientos, y logrando que la furia y la muerte que hervían en mi sangre, fuesen también sangre de su sangre.
            - Ah, la verdad es a veces algo extraña- musité, y sigilosa pero plácidamente, me hice a un costado, y contemplé satisfecho cómo Rodenshaw vaciaba el resto de la carga de su escopeta en el deífico cuerpo de su propia hija, que se agitaba en un baño candente de lágrimas y sangre.
Gritando enardecido y furioso, una vez vacío el cargador, destrozó con las manos la piel y la cabellera de la ya difunta muchacha. Al recordar aquello, hoy caigo sobre la suposición de que no todos están preparados para recibir la gracia de la Visión.
            El hecho de que Rodenshaw fuese destinado a la misma habitación que ocupara yo durante mis días en el neurosiquiátrico Carrigan, evidenciaba que al fin los matices del universo habían girado su contraste.

            En este templo benedictino que hoy es mi morada, y entre las páginas de la santísima Biblia, guardo estos escritos que revelan los secretos de mi sangre y me desnudan ante el reino de los lumínicos mortales, con el único designio de que el benigno Creador recuerde, con su infinita misericordia, a este pastor que deambula entre su rebaño, ofrendando al mundo la verdadera gracia, la gracia de la Visión.  
            Cerrando las hojas de la nueva era, evoco el cántico sagrado que acuna mis horas. Siempre le he temido a la luz. Aun hoy, hoy que mi cuerpo y mi alma son aquello que siempre debieron ser, aún hoy le temo. Sin embargo ahora sé... que puedo destruirla.
Amén.

Padre Matheuw Dickinson,
monje de la Santa Orden Benedictina




Mago de Oz - La posada de los muertos

jueves, 28 de octubre de 2010

El rostro del Nosferatu (cuento)





El rostro del Nosferatu

Al descender del tren, traspuse las primeras calles del pueblo, y me dirigí casi convulsivamente hacia la vieja licorería cercana a los cultivos. Había intentado durante el viaje no persuadirme de tal cosa tan pronto; pero ya la pronta y tortuosa cercanía de Ariadna me confería la inexorable necesidad de algún relajante a mano.
            Era el tercer verano, desde que había conseguido empleo en un pequeño diario parisino, y volvía a vacacionar en el seno familiar. Infringido por una extraña sensación premonitoria, no podía dejar de pensar que esta vez mi tensión sería intolerable. Ya con veintisiete años debía haberme acostumbrado al sempiterno suplicio que ella representaba. Pero mi enfermiza obsesión, si es que de eso se trataba, acrecentaba cada año.
             Ariadna era la hija menor de la taciturna familia Zapala, en la cual mi padre había sostenido una amistad llena de excentricidades más que de agradables fraternidades. Nunca pude comprender la oscura forma de vida de los Zapala, tan abstraídos en costumbres poco edificantes como la vida nocturna y el lujo superfluo. Precisamente ella me resultaba por momentos algo repugnante, pero sólo eran instantes fugaces, que estallaban en un espanto eterno para volver a dar paso a su penetrante altanería, a su belleza siniestra. Fue en vano meditar sobre esta dualidad. En una de aquellas ocasiones en que la espiaba a escondidas, la había descubierto en el sótano del palacete, besando encarnizadamente en el cuello a un hombre recostado sobre una repisa, y luego mirarme osada y procaz, con enrojecidos y eróticos labios; sin embargo, aun atosigado por mi ferviente moralismo, no podía dejar de concebirla como a una virgen inmaculada. Solo podía concluir en pensar que la verdadera belleza alberga algo de oscuro.
             Sin muchos aspavientos, arribé a casa y no tardé en recostarme reaciamente sobre el sofá.
            - Anoche le comenté a don Zapala que hoy llegabas de Francia; nos esperan esta noche para cenar.
            No pude disimular un leve sobresalto, que no pareció inmutar demasiado a mi padre.
            - ¿A qué hora?
            - A las nueve, como siempre.
            - Adelántense ustedes. Voy a llegar un poco más tarde.

            No era la primera vez que me sentaba en algún rincón de los márgenes del bosquecillo, por refrenar mis impulsos descarriados antes de aquellas interminables cenas. En lontananza podía avistar la reminiscencia de los candelabros del alejado palacete de los Zapala, y, a unos quince metros, distinguía entre sombras el matadero abandonado. Tan dantesco panorama no hacía más que abrumarme, y sólo el caliente licor me reconfortaba. Trastabillé los primeros metros, luego logré serenarme y emprendí camino.
            Esta vez no me sorprendí cuando divisé aquella fornida figura entre las sombras del matadero. Nunca había tenido valor para hacer caso a mi veleidosa curiosidad, y en vano trataba de convencerme de que se trataba de un simple vagabundo, ante la sensación irrefutable que me provocaba aquella brillante mirada. Algo tenía aquel brillo de similar a los ojos de Ariadna, pero a diferencia de estos, aquellos solo me provocaban un terror carente de seducción.

            Seducción. Seducción. Mientras la contemplaba beber vino en aquella ostentosa copa bañada en oro, repetía internamente aquella palabra, como quien contempla con furia y regocijo la fuente de sus odios. Porque yo era la presa idónea de su perfecta seducción. Nada más quería ella de mí, sólo hacer gala de su poder.
            - No sé si consentirás conmigo, madre, pero es evidente que Esteban está más apuesto cada año.
            Exacto. Eso era. Conforme a la dignidad de los Zapala, Ariadna era una fervorosa amante de la belleza. Sin embargo, a pesar de tener yo el honor de ser considerado bello por tan encumbrada auriga de la belleza, era un hombre minúsculo indigno de su amor. Un hombre sin carácter. Un insignificante columnista de un aún más insignificante periódico. "Tus escritos expresan hermosas lecciones de moral, tan necesarias en nuestros días, hijo", me repetía siempre religiosamente en la oficina el jefe de redacción, "algún día llegarás a ser alguien grande". Halagos como aquél me reconfortaba recordar en noches de insomnio, mas ahora todo perdía sentido y destilaba estupidez. La real grandeza estaba ahora frente a mí, revelando la inmensidad de mi minúscula existencia.
            - Hija, vas a lograr que nuestro huésped se sonroje.
            - No lo creo así, ya le he confesado que me conmueve su belleza.
            Aún remitiéndome a aquel día en que, confesándole un amor para mí doloroso, soporté su estrepitosa risa de rechazo, no podía tildar de crueles sus palabras. Ahora comprendía. Ella era la dueña de la belleza. Yo era bello, ella lo repetía incansablemente. Por lo tanto ella debía poseerme hasta el fin de los tiempos. Pero yo... tener algún poder sobre ella... eso nunca. Arrodillado frente a la divinidad, comprendía mi destino, pero en el hondísimo fondo de todo esclavo se estremece una chispa de libertad.
            - Tiene unos cándidos ojos, y una hermosamente delineada sonrisa. ¿No, mamá?
            Cada halago a mi hermoso rostro era una venenosa daga, y ella lo sabía. Cuanto ella más exaltaba mi belleza, tanto más era yo su esclavo. Pero la tormenta que se agitaba en mis profundidades clamaba ostentar su furia. ¡Porque este rostro, este rostro que todos veían mientras ella continuaba describiéndolo con todo tipo de minucias, este rostro era solo una mentira; mi verdadero rostro estaba oculto, infernalmente oculto y deseoso de mostrar su grandiosa cólera!

            Terminada la cena, los Zapala tenían la extraña costumbre de retirarse unos minutos (curiosamente siempre reparé en que todos se dirigían en dirección a los baños), en tanto los aguardábamos en la sala principal del palacete. Me encontraba entretenido en la apreciación de antiguas espadas que acicalaban el muro de los portales, único lujo que consideraba de buen gusto, cuando divisé una silueta que se movía en el fondo de la sala, el cual no alcanzaba a iluminarse plenamente por los candelabros. No quise creerlo al principio, pero luego tuve que aceptarlo. Eran aquellos brillantes ojos movidos por una sombría silueta. Era la misma que en muchas ocasiones había visto en las cercanías del matadero abandonado. Esta vez me hizo sentir más apabullado que aterrado, en vano queriéndome convencer que sólo se tratase de un ladrón temeroso.
            Segundos después de ver la silueta escabullirse por la ventana, retornaron los Zapala a la sala. Fue entonces, fue entonces cuando estallé. El momento quizás parecía intrascendente, mas por alguna razón tenía sentido que fuese ahora, aunque mis palabras fuesen opacas.
            - Discúlpenme ustedes, debo retirarme.
            No me incomodó la notable perplejidad de mi padre, como sí la altiva sonrisa que Ariadna me dedicó, segura de su poder, despreocupada de los anhelos de libertad del esclavo.

            Corrí frenético y descarriado hasta las orillas del lago. Atisbé mi rostro en las aguas, como mil veces lo he hecho, en forma contraria a la de Narciso, odiando mi reflejo.
            - ¡Ah!- grité de pronto- sólo soy un adorno más en su repisa. Si yo gozase de una grotesca fealdad, me libraría de este funesto deseo, ¡sería libre!. ¡Sí, sí!- grazné eufórico, abrumado por las lágrimas, como poseído por una repentina revelación- ¡Si yo fuese un hombre de grotesca fealdad, este infierno acabaría, caería el adorno de la repisa y se resquebrajaría en mil pedazos!.
            - Admiro tus palabras, amigo.
            La estentórea y a la vez rasgada voz parecía haberse manifestado desde las sombras. Asimismo, desde un umbroso claro entre los árboles, entreví un hombre robusto envuelto en harapos de pies a cabeza. Y aquellos brillantes ojos me atisbaban una vez más.
            - Te he estado observando durante mucho tiempo, amigo.
            - Pero, ¿cómo?. ¿Cómo es que nunca te he descubierto?
            - Me he movido entre las sombras, muy cerca de ti. Tú también podrás hacerlo, si realmente deseas tanto la libertad.
            Aún sentía un terror desmesurado ante aquella lúgubre figura, pero aquella voz parecía estar embargada de una candidez inapelable.
            - Acércate a mí, y las sombras apaciguarán por siempre el fuego que te consume.
            El instante de duda se resumió a breves segundos. Me acerqué, y luego todo fue oscuridad.

            No recuerdo cuántos días pasaron hasta que desperté cobijado bajo los mismos árboles, bañado por una luna grisácea. Algo aturdido, y también sediento, aunque de una forma extraña, similar a un deseo mórbido, me arrastré hasta las aguas del lago, y luego caí de rodillas, estupefacto. Inconcebiblemente, mi rostro se había transformado en algo monstruosamente grotesco. Verrugosa piel colmaba su superficie, brillantes colmillos emergían surcando mis labios.
            Permanecí varias horas con los ojos arrobados en las aguas del lago, contemplando por vez primera mi verdadero rostro.


jueves, 21 de octubre de 2010

Inauguración de la Posada



La posada del Brujo Rojo


Un vino y un poema


         En la Posada del Brujo Rojo, los muertos destilan versos luego de cada atracón de vino... Detrás de un halo de humedad, el viejo brujo se atraganta de cerveza…

         y espera...




 






         Sed bienvenidos, ávidos y ebrios lectores. En la Posada podréis encontrar suficiente material para vuestra diversión. Y menos que eso.
        
         Acceder a la sección Leyenda para conocer la naturaleza e historia de la mascota de nuestro Blog, el Brujo Rojo…

Cordialmente…