lunes, 10 de enero de 2011

El embudo (cuento)






El embudo



I

            El despertador no hizo más que aseverar la hora, e indicarla al tiempo que permitía a Teobaldo no levantar la cabeza. Hacía quince minutos que se había levantado para orinar, y desde entonces reposaba despierto. Decidió estirarse durante cinco minutos más. Luego con las piernas acurrucó las sábanas al pie de la cama y fue incorporándose apaciblemente hasta sentarse. Las siete y cuarenta y ocho. Hoy era una excepción. Usualmente se levantaba pasadas las once de la mañana.
            Nada tenía que ver, pero al mirar indiferentemente hacia la cajonera, se le subieron a la mente esos dos meses que llevaba sin trabajo. No es que la economía anduviera del todo mal en la casa, pero el exceso de libertad y de tiempo le mantenían agobiado. También aquella novela sobre la mesita de luz debía tener algo de eso; hacía meses que la leía y estaba marcada por la mitad.
            Sería quizá la anormalidad de levantarse a esta hora, no lo sabía, pero a pesar de sus primeras cavilaciones del día, sentía una rareza muy peculiar en el ánimo. Casi una felicidad, aunque no se pudiera llamarla así. Quiso ganar la conclusión más factible. Como riéndose de sí mismo, miró con acostumbrada ansiedad hacia el calendario que desde pocos días antes colgaba de la pared. Estaba marcado con un círculo rojo el día en que Laura llegaría. Faltaba tan sólo una semana, o ciento sesenta y ocho horas, de acuerdo a sus mecanismos para contar la espera. Por una súbita convulsión, tomó la lapicera y volvió a remarcar el círculo ya unas cuantas veces remarcado.
            “Ése va a ser un gran día”. La oración era siempre la misma, y ya era como un rito de cada mañana, en agradecimiento a un día que estaba marcado por la gratitud de los hados. (Dicha marca fue escrita en el espacio y en el tiempo desde el momento mismo en que Laura le había informado por teléfono la fecha de su arribo).
            Un bostezo fue su único saludo al sentarse a la mesa. Rechazó sonriente el eterno mate de la abuela y se conformó con el café y unas sobras de tostadas. Volvió su madre con más agua en la pava y, dejándole más tostadas en el plato, lo miró sarcástica.
            - ¿Te vas a hacer los exámenes médicos para la facultad? – no era una pregunta que exigiera una respuesta; tenía el único fin de despabilarlo.
            - Sí, hoy es el último día que se puede.
            - M´hijo, ¿y qué necesidad de esperar hasta último momento?
            - No sé…
            Para él sería quizá la soñolencia, pero tuvo más tarde que admitir que había sentido que otro respondía por él. “No sé” cargaba alguna ambigüedad que él, estando despabilado, no comprendía.
            - ¿Qué vas a seguir finalmente? – curioseó la abuela.
            Teobaldo sonrió para sus adentros antes de contestar.
            - Mañana me voy a inscribir en Química Nuclear.

            Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza miraría con desgano hacia su plato de tallarines. Preferiría no pedirle el queso al cantinero, al recordar el alto colesterol que él mismo se habría pronosticado. Intentaría, desde los vidrios, identificar en vano a los universitarios que caminarían por el corredor; intentaría ubicarlos en su libreta de apellidos. La atmósfera se jactaría de una rutina que él rogaría transformar en nostalgia. Unas clases más durante la tarde. La reunión con el Rector a las cuatro.

            La escasez de pasajeros en el micro le permitió adormilar durante algunas calles. Creyó entender su, aunque implícito, buen ánimo. Ya por estos días no tenía dudas que lo aquejaran. La pregunta de su abuela lo había remontado a los cinco años anteriores, donde había errado por diversas carreras. Profesorado en matemáticas. Filosofía. Ingeniería en electrónica. Pero ahora estaba decidido y al futuro nada le quedaba de incierto. Eso por un lado. Además estaba Laura. No le molestaba que ella, en su último año en la secundaria, le hubiera dejado bien en claro que la amistad entre ellos no trascendería de allí. Con verla ese mes y medio que se quedaría en Mendoza le bastaba. Incluso le regocijaba la idea. Hacía tres años había estado a punto de viajar a Córdoba para visitarla, pero algunos pormenores le habían detenido.
            Cuando abrió los ojos descubrió que los pasajeros habían aumentado considerablemente. Una anciana mujer se le acercó.
            - Disculpe, joven, ¿no me dejaría el asiento?
            Teobaldo volvió a evocar el cercano futuro de las ciento sesenta y ocho horas.
            - Sí, señora. Por favor, siéntese.
            Y al tenderle la mano para ayudarla a sentarse, no pudo evitar sonreír.
            Se encontró al descender del micro con una Avenida Colón muy distinta a la que se veía por las tardes. Mismo tráfico, igual densidad de peatones. Sería quizá un sol más apaciguado; o un ambiente que, gracias al horario (ojeó entonces el reloj, que ya apuntaba hacia las diez), se mantenía algo más virgen del smog. Para continuar mofándose de se propia inactividad matutina, se dijo que la mañana era otro mundo paralelo (por ende, desconocido para él), y ésta, otra Avenida Colón paralela. Todo estaba inscripto en su dichoso ánimo en realidad, y bien lo sabía, pero le divertía seguir desmenuzando conjeturas.
            Después de cruzar dos calles, divisó a media cuadra una secundaria. Era algo que se encontraba ya muy lejos. Era una como cualquier otra. Pero el sabor de atravesar una secundaria y atisbar la puerta y los estudiantes fumando y conversando en derredor, más que nostalgia se llamaba Laura. Así la cruzaba y así lo sentía otra vez.
            - ¡Flaco! – lo llamó una femenina y jovial voz desde atrás.
            Sus pensamientos se detuvieron.
            - Disculpame, te quiero pedir un favor. Te va a resultar raro lo que te voy a pedir, pero…
            La actitud de la chica (que abarcaba cierto sobresalto) no parecía darle posibilidad de elegir, pero el súbito desconcierto de Teobaldo lo llevó a simular que titubeaba. Después asintió.
            - Te explico. Hace unos días me peleé con mi novio. Mis amigas me dijeron que no quiere hablar conmigo, pero yo sé cómo hacer para que afloje – su además se volvió impetuoso – Le tengo que hacer dar celos.
            No tardó Teobaldo en adivinar el resto de aquella urdimbre.
            - O sea que… querés que yo me haga pasar por tu nuevo novio.
            Sintió Teobaldo inquietarse al degustar cierto halo de dulzura en el semblante de la chica, cuando ésta asentía.
            - Ahí está – le susurró de pronto, mientras lo tomaba del brazo.
            Lo condujo hacia un grupo de muchachas con guardapolvo que cuchicheaban en ronda en medio de la vereda. Lo miraron con esa mirada que toda muchacha le dedica a un extraño que está por conocer. Luego con curiosidad, y después con comicidad.
            - Así que éste es tu nuevo novio – dijo una.
            - Así es – repuso él, posando el primer paso firme en el juego.
            El simulacro tendría que ser creíble, así que las pláticas pronto regresaron a los exámenes de la semana y a las salidas del próximo fin de semana. Él se limitó al silencio y su papel. Habló una sola vez, cuando le preguntaron la edad, pero eso no impidió que por unos minutos, inexplicablemente, se encarnara también en su mente su personaje en el juego. Durante aquellos minutos dejó brotar algo que llamó osadía para alzar la mirada hacia el otro, el que era el verdadero en el mundo de la chica que ahora lo tenía tomado del brazo. Fugaz pero ávidamente, las miradas se cruzaron. El otro no demostró más que una resignada hosquedad.
            Desde el interior del establecimiento, chirrió estridente un timbre. Algunas de las muchachas que conversaban en derredor suyo fueron ingresando. Cuando poca gente quedaba en la vereda, el verdadero novio de la chica cuya mano aún posaba una extraña tibieza en su brazo, comenzó a atarse el largo cabello.
            En una fugaz despedida, la muchacha lo abrazó (aquí él no pudo evitar reparar en los cálidos bustos presionados contra su pecho) y le susurró las gracias al oído.
            La vio entrar al colegio segundos después de su novio. Se quedó allí parado hasta encontrar la vereda desierta.

            Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza abriría tímidamente la puerta del despacho del Rector. Le daría las gracias pero no aceptaría fumar los habanos que ya habría probado una vez en el mismo lugar, y que más que deleite le habrían provocado nauseas.
            - Bien, señor… Fontarroza, ya mi secretaria me estuvo comentando sobre los inconvenientes de su trámite de jubilación. Decidí citarlo para informarle personalmente que… bueno, usted sabe cómo se maneja nuestro establecimiento y…
            Pero las palabras del Rector no lo tomarían desprevenido. Ya habría estado preparando su resignación desde horas atrás.
            - En fin, en casos como el suyo la jubilación se fundamenta con motivos de senilidad u otros similares. Su desempeño en los últimos años no ha decaído y… mire, personalmente, yo pienso que usted todavía…
            El resto lo escucharía más desidioso que resignado.
            Letárgicamente, el profesor Fontarroza se incorporaría para retirarse, y el Rector dudaría, una vez más, sobre la vocación de aquel hombre tan retraído.

            Tardaron cerca de una hora en tomarle todos los análisis, y hubo de permanecer en la sala de espera media hora más, mientras se chequeaba el papeleo. Presa de puro instinto encendió un cigarro al salir. Iba por la mitad y lo apagó. Admitió su presente ansiedad y la que lo había envuelto dentro de la clínica.
            Unas tres cuadras lo separaban de la parada del micro, y no descartó la idea de escrutar detenidamente aquel colegio secundario al pasar. Pisaba algo azorado las primeras baldosas, cuando alguien le preguntó la hora. No alcanzó a decir “de nada”, cuando al girar bruscamente los ojos la vio, acercándose con el rostro perdido.
            No hubo reacción en un petrificado cuerpo de Teobaldo. La muchacha lo tomó fuertemente de la cintura y, desechando cualquier escrúpulo en ambos, lo besó. Los labios de la chica le aspiraron el aliento ávidamente. Teobaldo se resumió en cerrar los ojos.
            Se soltaron luego de los clásicos segundos que se hacen llamar eternos, y ambos ojearon sigilosos al otro (el verdadero) que en ese momento pasaba a unos pasos de distancia, caminando airado.
            - Por favor, acompañame a la parada- tomándolo del brazo otra vez.
            Ahí estaba el juego otra vez, más enérgico que antes. Muy lejos quedaba ese otro mundo de revisiones médicas, de facultades de química y de personas que encarnaban su propio papel en la vida. Casi no hubo palabras hasta la parada de colectivos, donde, luego de echar una mirada furtiva hacia el otro, que ya no estaba, le soltó el brazo.
            - Te pido mil disculpas… por lo del beso. Espero que no te haya molestado.
            No. No era precisamente ése el vocablo adecuado.
            - No hay problema. Pero… ¿qué pasó?, ¿hablaste con él?
            - No. Me estuvo esquivando durante toda la clase historia. Ni siquiera me saludó cuando nos estábamos yendo y… no sé, cuando te vi otra vez a vos… fue lo primero que se me ocurrió.
            - ¿Y te parece que así va a querer hablar con vos?
            Pensó en preguntarlo con tono de reprimenda, pero en un impulso inevitable tuvo que apiadarse al percibirla afligida por primera vez, así que lo hizo en tono de fingido interés.
            - No va a aguantar los celos. En algún momento me va a hablar.
            Un semáforo dio el verde. En los segundos que el tráfico colmó la calle, ambos pensaron en algo, lo cual denotaba el sentimiento de sentirse extraños uno al lado del otro.
            - Che, ¿y cómo te llamás?- preguntó ella casi tímidamente.
            En fin. En forma de regreso al mundo de lo no fingido, una vez más alguien se reía de su singular nombre.
            - Te deberías buscar un apodo para evitarte esos problemas. Ahí viene el micro. Bueno, gracias por todo y te vuelvo a pedir disculpas.
            Mientras esperaba que otros pasajeros fueran subiendo, giró el rostro por última vez hacia él.
            - Me llamó Luciana- y se perdió entre la gente del apretado colectivo.
            Efectivamente. No era precisamente molestia lo que un beso había provocado. No le encontraba nombre. Era un umbral hacia lo desconocido, que incluía el estremecimiento característico de todo misterio. Sensaciones extrañas a los veintitrés años de Teobaldo.
            “Lo admito, es eso” casi murmuró mientras paraba su micro. Y era eso. Nunca había tenido novia, aquel había sido su primer beso. Casi infantil decir “primer beso”.
            Pero los estremecimientos no aceptaban objeción alguna.


II

            Después de almorzar, se sintió casi en la obligación moral de compartir unos mates con la abuela. La radio en el comedor. Su madre baldeando la vereda. Todo era rutina. Pero no el pensamiento. La mañana no se había resumido en dormir hasta el mediodía, la mañana había sido un beso. El subterfugio de, más que olvidar, execrar todo el asunto, era una vía plausible. Que el bonancible espíritu de Teobaldo llevara ahora la marca irrefutable de unos labios que no habían sido buscados era un tema que, una vez pasado el arrobo, estaría olvidado.
            Eran cosas que pasaban. No había nada extraordinario. Salvando el hecho de que, desde los años de secundaria, nunca había mirado a una mujer más que con el ordinario instinto viril, y nunca con afanes de cercanía. No, la vida no era eso. La vida era elegir una carrera. La vida era trabajar en quioscos o en almacenes. La vida era la práctica de la carpintería como hobby. Pero no era eso.
            - M´hijo, ¿me está escuchando o le estoy hablando a las paredes?
            - Sí, abuela, la escucho.
            Y sin embargo (si bien la vida no era eso), le resultaba imposible escucharla. Cuanto más la dulce anciana detallaba las peripecias que se padecen en los supermercados, más su atención estaba en el techo, en la ventana, en el cigarrillo que se consumía sin ser fumado.
            - No, m´hijo, estás dormido. Me voy a acostar un rato.
            Desde la radio, una suave música característica de los ochenta le permitió adormilar contra el respaldo de la silla. Cuando su madre lo zarandeó para despertarlo, denotaban la hora en la radio. Las siete y veinte. Ya casi doce horas llevaba el día (un pensamiento gandul). Se refregaba el rostro, cuando la fornida mujer le alcanzó una escoba.
            - La vereda está llena de hojas. Andá a hacer algo por la patria.
            Comenzó perezosamente a levantarse, apoyándose sobre la escoba.
            - Che- comentó de pronto, cuando él abría la puerta- ¿y ya has visto a nuestros nuevos vecinos?
            Denegó indiferente y se sumió en el barrido. Luego, por una ociosa curiosidad, reparó en la casa de enfrente. Efectivamente, el cartel que la ofrecía en alquiler ya no estaba y un camión de mudanza parecía esperar imperturbable. Escuchó sonar el teléfono y luego a su madre que lo llamaba. Lanzando un suspiro de desazón, arrojó la escoba en el patio y entró al comedor.
            - Hola.
            - ¡Eh! Teobaldo. Tanto tiempo.
            - ¿Cómo andás, Fabián?
            - Y, mirá, creo que no tan bien como vos.
            Una leve punzada en el estómago, un recuerdo muy cercano, un presentimiento, algo de eso lo enmudeció.
            - Sí, Teobaldo, no te hagás el inocente. Esta mañana te vi en la calle Colón. Estaba a punto de cruzar la calle para saludarte, pero de repente me di cuenta de que estabas muy bien acompañado. ¡Che, y cómo te agarraba la morochita esa! Está linda, che, vos te la merecés.
            Otra vez, filtrándose desde el tubo de un teléfono, reaparecía el juego. Un mundo que, en sus adentros, ninguna relación parecía tener con la realidad; un mundo empero colmado de sensaciones. De todas maneras, sus resoluciones continuarían en pie. Husmeó por la ventana, más para restar importancia a los aspavientos de Fabián que para distraerse. Unos hombres descargaban el camión de mudanza.
            - Bueno, supongo que no me habrás llamado nada más que para eso.
            - No. Te llamaba porque hace como dos meses que no nos vemos. ¿Te parece que nos juntemos esta noche en el centro a tomar algo, a eso de las nueve?
            No era uno de los trabajadores de la empresa de mudanza, y ahí estaba, cargando un televisor en el hombro. Era él. Corrió las cortinas para escrutar mejor. Ahora lo veía salir de nuevo. Ya era seguro, era él. Su nuevo vecino era el novio de Luciana.
            - Eh, Teobaldo. Eh, che, ¿estás ahí?
            - Este… sí. Bueno… entonces quedamos a las nueve, donde siempre.
            - Nos vemos entonces. A menos que tengas que verte con cierta morochita…
            - Ya dejá de gastarme. A las nueve estoy allá. Chau.
            La perplejidad suele ser un estado anímico característico en los instantes de decisión, mas, aunque bien se supo perplejo, no dejó que alguna cavilación le brotara. No había nada que decidir. Lo que haría, sería reunirse con Fabián en el centro y desmentirlo, arreglar esa falsa imagen que él viera en la mañana. También, dado que además de ser un testigo parcial era su amigo, le relataría la deshonrosa (estaba seguro de que Fabián se desarmaría en carcajadas) historia de su primer beso, para que no quedara recóndita en su vacua rutina.
            Sabía lo que posiblemente le esperaba en la puerta. No le importaba. Avisó a su madre que saldría.
            - Que te vaya bien. Si llegás temprano, alquilé una película muy buena.
            Sí. Una gustosa plática con Fabián, una buena película y a dormir.
            Abrió sin escrúpulos pero silenciosamente las rejas del zaguán. Reposaba toscamente, sacudiendo con la mano un mechón de pelo que pretendía entorpecer su rostro, el susodicho novio de Luciana. Súbitamente desarmó la cabizbaja postura para arrojar una colilla de cigarro, y su semblante se encontró con un inanimado Teobaldo que tuvo la ventaja de ya haberse sorprendido anteriormente sin que el otro lo viera. Pero el muchacho de largo cabello que lo miraba desde enfrente no miraba a Teobaldo, miraba el papel que éste encarnaba; porque el ficticio nuevo novio de su novia no podía evitar (era más fuerte que él) afanarse ávidamente a ese personaje cada vez que la oportunidad se presentaba.
            Un hombre de barba apareció detrás del susodicho.
            - Che, Mauricio, ¿no me ayudás a correr los muebles?
            Y Mauricio se perdió tras la puerta. Su vecino se veía triste. Teobaldo tuvo que admitirlo.

            Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza caminaría larga y pesadamente por el corredor del patio de la facultad. Las dilatadas sombras de las columnas al sol de la tarde le darían sosiego. En lontananza, confundidas como sombras entre la reverberación del inminente crepúsculo, dos universitarias lo saludarían. A ellas sí lograría identificarlas en su memoria y en su libreta de apellidos. Las recordaría sin salacidad, diáfanamente, pero reconociéndose que no olvidar sus nombres se debería a que serían mujeres.
            Diez minutos para la última clase del día. Mientras compraría un café en la cantina, las dos universitarias se le acercarían.
            - Profesor, hoy es la presentación de los proyectos… ¿se acuerda?- la esbelta muchacha sonreiría disimuladamente.
            Frunciría él el ceño al recordar (toda su rutina parecería resumirse en no olvidar) que no lo habría recordado.
- Bueno… nosotras tuvimos un problema y… queremos pedirle que nos deje presentarlo la próxima clase.
            Refutaría sereno pero desidioso:
            - Sí. Ya saben que conmigo no hay problema mientras no se pasen más de una clase.
            - De todas formas va a ser una lástima- opinaría la otra chica- porque ayer el Rector me dijo que iba a venir a ver los proyectos.
            Restándole importancia a toda la situación, asentiría desganadamente y tomaría un sorbo de café. Las universitarias se alejarían cuchicheando unas burlas inextricables para el frágil oído del profesor Fontarroza, quien se preguntaría por qué el Rector no le habría anunciado su afán por presenciar los proyectos de los alumnos, cuando un par de horas atrás habría estado en su despacho.

            El deambular despreocupado de algunos transeúntes y las sombras difusamente confundidas con las farolas de la plazoleta Barraquero, poco parecían coexistir con su creciente tedio. Una lata de gaseosa se extinguía entre sus manos. Las nueve y media pasadas. Fabián no llegaba. La mente no tarda en ofuscarse a la vista innecesaria de autos y colectivos yendo y viniendo, bajo el empalago atroz de un caldo enmarañado de ruidos. La tardanza no era costumbre en Fabián, alguna peripecia lo habría imposibilitado a venir.
            Resultaba ahora fastidioso el gasto inútil de las tarjetas de micro, y resultaba delatora la calle Colón. Primer beso. Primer beso. La impavidez forjada por la tarde por medio de magros artificios perdía todo sentido. La culpa la tenía Fabián. Almorzar, escuchar las trivialidades de la abuela, adormilar sobre la silla, barrer la vereda. Todo había sido una superficial envoltura que había pretendido ocultar a su inconsciente. Y de haber acudido Fabián al encuentro, no se hubiese desgarrado aquella envoltura, tras una caminata por el centro que a cualquier solitario transeúnte ha de volverlo meditabundo. Pero, al margen de todo aquello, que de todas formas una creciente soñolencia ya estaba mitigando, se desataba una más rozagante verdad. Luciana era hermosa. Evocar su imagen era estremecerse. ¡Algo estúpido el estremecimiento del primer beso ondulando en el tiempo para quien no encarnara el cuerpo de Teobaldo!
            Emergió el micro doblando la esquina. Pensó en la película que su madre había alquilado, pensó en luego ir a dormir.
            Abrió los ojos súbitamente y, al mirar por las ventanas, no reconoció las calles. Se había quedado dormido. Algo lejos estaría ya de la Quinta Sección. Arrebatado por la situación y su bochornoso descuido, no atinaba a bajar en las paradas que desfilaban. Parte de la iluminación del colectivo estaba averiada, pero al doblar, las luces de la calle Fader penetraron los vidrios. Se levantó, decidido a bajar donde fuese pero, antes de tocar el pasamanos, se sentó nuevamente, anonadado. La rizada y larga cabellera de su nuevo vecino reposaba unos asientos más adelante. Crispada la cavilación, comprendió que en la parada donde él hubiese tenido que bajar había subido el susodicho. También comprendió que era inútil renegar de un repentino afán.
            Mientras suplicaba que al subir al micro no lo haya descubierto, se mudó Teobaldo asientos atrás, bregando por un acceso rápido a la puerta. No debía ser visto, y cada vez que se conjuraba por dicho fin, volvía a crisparse al punto de que una anciana lo mirara curiosa. Por el lejano parabrisas del conductor, divisó y reconoció el Zanjón de Los Ciruelos. Se levantó el muchacho de más adelante y tocó el timbre, sin reparar ni un segundo en el otro sujeto, que simulaba su ausencia fingiendo buscar un objeto perdido bajo los asientos, con el cuerpo replegado y escondido sutilmente tras un respaldo. Se detuvo el micro. En cuanto puso el muchacho el primer pie en la calle, Teobaldo se incorporó rápidamente y bajó tras él, escondiéndose como un detective en la calle perpendicular a la que éste tomara apenas bajado del vehículo.
            Algo agitado, enervadas las venas gracias a la cota de suspenso, se felicitó por el logro de ser desapercibido. Esperó unos momentos donde el vaho de misterio acrecentaba, y se asomó desde un paredón de la esquina, divisando al pelilargo que doblaba por la calle ulterior. Sin pensarlo, se echó a correr por el desierto y umbroso asfalto, posándose el alumbrado público de hito en hito sobre su rostro. Mientras se ahondaba hacia la persecución de su vecino, lo invadió una extraña sensación que no se supo explicar (y no pudo ni sospechar que era una secuela de la misma sensación extraña que sintiera aquel día al levantarse, sentado sobre la cama).

            Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza saludaría, con tono de ahondada costumbre, a sus alumnos, dentro del laboratorio de la facultad. A muchos de ellos los percibiría ansiosos, ordenando y seleccionando minuciosamente las probetas. Después de borrar el pizarrón, y mientras inspeccionaría la nueva provisión de químicos que el ordenanza dejaría sobre la mesa, se lamentaría al pronunciar:
            - Bueno, chicos, yo sé que la presentación de los proyectos estaba prevista para hoy pero… la verdad es que se me pasó por alto, y no se va a poder porque nos faltarían algunos elementos. Les aconsejo que aprovechen este descuido mío para detallar las presentaciones. Hoy, vamos a seguir repasando todos los compuestos hidrogenados de las últimas clases.
            Seguiría reluciendo la nueva provisión dejada por el ordenanza sobre la mesa. Un suspiro de incertidumbre serpentearía el laboratorio.

            A tan sólo unos cinco metros de la esquina, donde un escondido Teobaldo aguzaba su oído, se detuvo el pelilargo Mauricio, frente a un iluminado umbral, y presionó un timbre. Las voces llegaron casi nítidas hasta el agazapado espía.
            - Eh, Mauricio, ¿cómo estás? No, Luciana salió y no dijo a dónde. La vi media rara… che, ¿las cosas entre ustedes andan bien?
            - Sí, sí. Todo normal. ¿No tiene idea de a qué hora vuelve?
            - No, pero me dijo que no iba lejos. ¿Querés pasar a esperarla?
            - No, le agradezco. Voy a ir hasta lo de un amigo acá cerca y, en todo caso, paso más tarde.
            Luego la voz de la mujer inquirió otra vez sobre la rareza de Luciana, pero Teobaldo, algo trémulo y apremiante por no ser visto, ya había escuchado lo necesario.
            Volvió sobre sus pasos a ritmo ligero, por la nocturna vereda donde apenas unos gatos hurgaban en la basura y, sin convicciones, zigzagueando un par de calles, arribó a un quiosco donde un grupo de hombres vaciaba una botella de vino. Compró allí dos cigarrillos y, divisando el fulgor de las farolas de una plaza a una cuadra y media, le pareció un lugar adecuado (¿qué plaza no es adecuada para cualquier tarea haragana?) para sentarse a cavilar, por voluntad propia esta vez. A mitad de camino, volvió a sentirse envuelto en esa extraña sensación que semejaba un cosquilleo, una magia inasible (y no pudo entrever que se trataba de una sensación perfectamente análoga a la que sintiera al responder “no sé”, aquella mañana, cuando su madre le había preguntado que por qué había esperado hasta último momento para tomarse los análisis para el papeleo de la facultad).
            Qué era lo que iba a pensar allí, no lo sabía; no sabía en el fondo por qué se dirigía hacia aquella plaza. Pero al aparecer en su vista los primeros árboles, la sensación persistió en un tono diverso al anterior, y él sólo la atribuía al cansancio y a la somnolencia (ajeno de saber que la matriz de esta nueva impresión residía en el momento en que Fabián no llegaba a la plazoleta Barraquero, y que ya la había sentido antes, al vislumbrar a Mauricio dentro del micro).
            La plaza no era muy grande. El primer banco se asomó a su vista, y Teobaldo se detuvo. Cabizbaja, fusionando su flamígera belleza al desconsuelo, meditaba Luciana. No alcanzó a verlo. Preso de convulsión retrocedió unas casas y, pensando en cómo acercarse a saludarla, no tuvo ocasión de armarse de tal ímpetu al descubrir a su nuevo vecino en unas mesas del quiosco donde él acababa de entrar, degustando penosamente una cerveza.
            A su vez cabizbajo, tampoco él lo descubrió.
            Fuera del alcance de la vista del atribulado Mauricio (así estaba, él lo sabía), se sentó sobre el cordón de la acequia, en medio de la cuadra y media que separaba a los reñidos novios, encarnando sin saber algo más que la perplejidad.


III

            Ésa era en cuestión el amigo que su nuevo vecino iría a visitar por acá cerca. Pero más que ser la cerveza, era la melancolía.
            Como ha de haberse previsto, Teobaldo prodigaba un corazón benévolo. Una vida apacible, y en ocasiones con rasgos laboriosos, habían armado en su persona un instinto piadoso. En medio de muchas de sus hazañas de “muchacho ejemplar”, relucía notablemente el riñón que tres años atrás había donado a su abuela. Si frente al mundo algo maculaba su imagen, era tan sólo su aparente ausencia, su aparente desconexión con la realidad que le rodeaba. Horas y horas dentro del pequeño taller de carpintería que heredara de su padre le habían esculpido ermitañas marcas. Y ahora, por más que una bella Luciana lo incitara desde la plaza, no era posible dar la espalda al afligido pelilargo. No era difícil ponerse en su lugar, y no le resultaba grato contribuir a la congoja de alguien acongojado.
            Fragantemente, la circunstancia se trataba de una decisión.
En un costado, estaba Luciana y la plaza. Podía pasar y hacerse el sorprendido al verla, y de seguro la plática no tardaría en extenderse y ella, asombrada al cruzárselo de nuevo, tendría una distracción para su tribulación. La posibilidad de que aquel juego de la mañana ya no fuese más un juego, y de que el improvisado personaje pisara la realidad, era grande.
En el otro costado, estaban Mauricio y su cerveza. Podía valientemente acercarse a él y desmentirlo de toda la urdimbre creada por su novia durante la mañana, decirle que ella estaba en la pronta plaza, y marcharse a casa.
Era simple: o ser el enamorado o ser el heroico Cupido.
Minutos estuvo sopesando una y otra posibilidad, inmóvil en la angosta esquina. Se sorprendió luego de cómo había llegado hasta allí. Se extasió fugazmente con las imágenes del día. El desayuno, el beso de Luciana, Mauricio enfrente de su casa, la ausencia de Fabián en la plazoleta, Mauricio en el micro y en el quiosco, Luciana en la plaza. Y las imágenes, zarandeadas como recuerdos tangibles, prorrumpieron en la arcana sensación, intensa y diáfana esta vez.
Con el semblante crispado de quien degusta una revelación, Teobaldo lo descubrió. En la lógica y en el sentimiento todo encajaba. Desde que se había levantado aquella mañana (en un horario inusual para él) todos los acontecimientos, e incluso sus movimientos, habían estado determinando tan sólo un punto: esta esquina, esta vacilación, este forzamiento a decidir. Se vio otra vez, en el preludio matinal, sobre la cama, cuando miraba, con ojos ciegos y bajo una sensación inefable que ahora lo estremecía e irritaba, algo escrito.

Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza, con trémulas manos, levantaría la probeta donde habría depositado el ácido nítrico. Sobre una segunda probeta, donde pretendería ejecutar la mezcla, encajaría un embudo de vidrio. Al arremolinarse y descender el ácido a través del vidrio, un atisbo fugaz en su memoria, algo lejano que podría ver del todo, turbaría su concentración.
Durante un momento estático, vacilaría. El embudo embadurnado con ácido resbalaría en un repentino castañetear de vidrios, y rodaría trizado sobre la mesa. El pálido alumnado enmudecería, y el crujir de una puerta traería el rostro desconcertado del Rector a escena, quien con amarga seriedad contemplaría el ácido nítrico (que no habría llegado a su destino en la probeta) derramándose por la rajadura del embudo.
- Señor Fontarroza… sobre lo que hablamos hace unas horas… mañana a primera hora le diré a mi secretaria que ultime los trámites para su jubilación.
Saludaría el Rector a los alumnos y se retiraría. Aún en el silencio del laboratorio, mitigado apenas por algunos cuchicheos en el fondo, el profesor Fontarroza sonreiría tenue pero holgadamente.

Por esto es que había esperado hasta último momento para hacerse los análisis clínicos, por esto es que Fabián nunca llegó a la plazoleta Barraquero, por esto es que se había quedado dormido en el micro. Sólo por esto, sólo por arribar a esta esquina. Todo había estado maquinado como un cuento que se dividiera en tres capítulos, separando el principio, el nudo y el desenlace. Y ahora, antes ignorante, Teobaldo lo sabía. Desde la plaza dobló ruidoso un micro. Teobaldo no creía en dios alguno, pero al mirar al cielo de nubes y esbeltas estrellas se frotó los brazos ante un frío temblor.
El micro se detuvo.
- ¿Pasa por la Quinta Sección?
- Sí, flaco. Subí.
Y Teobaldo subió. No estaba seguro de si había logrado escapar, pero, de todas formas, el colectivo pasaba cerca de su casa, el micrero se lo había dicho.
Se olvidó de la película que pensaba ver al llegar y se recostó sobre la cama, bajo un aroma de nulidad. Al rato entró su madre en la habitación.
- Che, rato después de que te fuiste te llamó una tal Laura, de Córdoba.
Se le escapó una mueca de sarcasmo al escuchar ese nombre, notando que, extraordinariamente, llevaba muchas horas sin recordar la existencia de aquella compañera que tuviera en la secundaria.
- Ah… ¿y qué te dijo?
- Me dijo que te avisara que no va a poder venir a Mendoza, porque se le acumularon muchas materias que tiene que rendir.
Asintió en silencio. La noticia no lo inmutó en lo más mínimo. Es más, era entendible. Desde la cama, alzó la cabeza para avistar el almanaque que pendía de la pared y, reparando en el círculo mil veces remarcado con rojo sobre el día en que ahora Laura no llegaría, el cual refulgía sobre los demás números, lanzó un largo suspiro. Y es que Teobaldo no creía en dios alguno, pero no era precisamente el hombre quien marcaba los almanaques con círculos rojos. Mientras se dormía, pensaba que el verdadero círculo, el invisible, el que marcaba el presente día, se estaría ahora desvaneciendo, si es que acaso él había logrado escapar.

Cuarenta y dos años después el profesor Fontarroza fumaría taciturno, sentado sobre un cantero de la entrada de la facultad. En el vacío de su mente, se sentiría incómodo al recordar que al regresar a casa sería factible toparse con su nuevo vecino, al cual no debería agradarle mucho que él hubiese besado a su novia.
De pronto el profesor Fontarroza lloraría pesadamente, al descubrir que aquel pensamiento no correspondería al presente, sino a cuarenta y dos años atrás. Y es que él no alcanzaría a sospechar que aquel enredo del tiempo en su memoria no estaría atribuido a su inminente senilidad, sino a la visión del laboratorio, a aquel ácido nítrico escapando por una rajadura del embudo. De su destino, en fin.



- L. Revol -





domingo, 9 de enero de 2011

Mosca y gusano (soneto)









He de beber de los ácidos crudos
y untar la lengua en la sucia maraña
que los limpios codician con gran maña
Cuanto más duele, tanto más lo busco

He de engullir y vomitar con saña
el deseo por las hembras, que alaban
los amantes de la bilis y el mundo
Cuanto más limpio, más quiero lo sucio

Son mi morada las execraciones,
lo fétido la miel de mis canciones,
de lo indeseado soy el dios y el amo

Huele a muerte tu placer en mi olfato
pues de la vida soy putrefacciones
Soy el otro lado, mosca y gusano